La maquinaria de destrucción y muerte de la dictadura fue burlada
por una imagen del Apóstol, que hoy se yergue en una plaza del pequeño pueblo
minero de Lota, al sur de Chile. Pudo salvarse al amparo del amor por Cuba y su
Revolución
El reconocido
poeta Nicolás Guillén inaugura en Lota la escuela República de Cuba. Lo
acompaña el entonces encargado de negocios de la Embajada cubana en Chile. Autor: Pedro Martínez Pírez
«Dicen en la radio que puede
haber una fuerte réplica, que el puente sobre el Bío Bío cayó en pedazos y las
comunicaciones están interrumpidas, pero aun así vamos a continuar la
protesta», pensó Isidoro Carrillo mientras la pequeña aldea de Lota, ubicada al
sur de Chile, se ponía en alerta ante los movimientos sísmicos ocurridos el
sábado 21 de mayo de 1960.
Noventa y seis días llevaba
Isidoro, presidente del Sindicato Industrial Minero y Regidor de la comuna, al
frente de la más larga huelga del carbón ocurrida en la historia del país
austral. Una semana antes había marchado más de 40 kilómetros hasta Concepción
con 35 000 hombres y mujeres para reclamar sus derechos, ante el alza del costo
de la vida y los reiterados despidos masivos que hacían los ricos empresarios.
Durante el tiempo que duró la
huelga se instalaron 227 ollas comunes para alimentar los hogares y cerca de 2
000 niños fueron adoptados momentáneamente por familias solidarias de Santiago,
Valparaíso y San Antonio, para que sus padres pudieran continuar las protestas.
Reunidos en el Sindicato del
pueblo, los obreros solo pensaban en seguir su reclamo. Aunque eran apreciables
algunos daños provocados por el temblor en distintas partes de la ciudad,
llevaban muchas horas de presión como para interrumpir la lucha a causa del
movimiento sísmico. Esa noche salieron para sus casas convencidos de que,
pasara lo que pasara, la huelga continuaría.
Pero la Naturaleza, en
ocasiones, puede más que la voluntad, y el amanecer del domingo 22 vistió de
tragedia y desesperanza la vida de los habitantes de Lota. Durante diez
terribles minutos, el terremoto más fuerte registrado hasta nuestros días (9,5
en la escala Richter) sacudió el sur chileno, provocó olas de más de ocho
metros, llenó de agua las minas, arrasó pueblos enteros y movió tres
centímetros el eje de la Tierra.
Su impacto fue tan descomunal
que, al producir un maremoto, también afectó regiones distantes del
Pacífico como Hawái y Japón. Los titulares de los diarios hablaban de cerca
de 2 000 muertos y más de dos millones de damnificados.
Lota quedó atravesada por el
dolor, tal vez con las mismas heridas que a fines del siglo XIX describiera
José Martí cuando narró el terremoto de Charleston: «(…) ¡hoy los ferrocarriles
que llegan a sus puertas se detienen a medio camino sobre sus rieles torcidos,
partidos, hundidos, levantados; las torres están por tierra; la población ha
pasado una semana de rodillas; los negros y sus antiguos señores han dormido
bajo la misma lona, y comido del mismo pan de lástima, frente a las ruinas de
sus casas, a las paredes caídas, a las rejas lanzadas de su base de piedra, a
las columnas rotas!».
Amor con amor se paga
Isidoro y los suyos tuvieron
que abandonar la huelga para reconstruir la esperanza desde los escombros. Pero
no se quedaron solos: si algún beneficio generó la tragedia fue que muchos en
el mundo empezaron a conocer Lota, «la pequeña aldea», como indica su nombre en
lengua mapuche.
Inmediatamente, desde Cuba
llegó la solidaridad. Y un barco cargado de azúcar arribó a los puertos de
aquel tramo de Chile. Eran los tiempos fundacionales de la Revolución
triunfante que, sin reparos, extendía su mano amiga.
Vasili Carrillo contaba
entonces con apenas tres años, pero desde pequeño aprendió de su padre Isidoro
cómo surgieron los primeros lazos entre la Mayor de las Antillas y su amado
pueblo minero. «De aquel atroz suceso surgió una historia de hermandad que un día
tendrá que escribirse», evoca Vasili mientras observa la tranquilidad del
Pacífico y las casas que se erigen en los bordes de la costa.
Isidoro
Carrillo (a la izquierda) fue asesinado por la dictadura pinochetista. Su hijo
Vasili (a la derecha) también sufrió los desmanes del régimen militar que
derrocó a Salvador Allende. Foto: Cortesía
de Vasili Carrillo
«Además de la ayuda económica
que podía brindar en ese momento, Cuba se comprometió a donar una escuela a los
habitantes de Lota, como muestra de su gran cariño y sensibilidad. De esa
manera, contribuiría a la recuperación del poblado y a la bella misión que es
la enseñanza», dice este hombre de hablar sencillo y pausado, con palabras que
van entretejiendo épocas.
La Isla vivía entonces en
constante agresión. Desde el Norte se alentaban las bandas asesinas, los
atentados terroristas y la asfixia colectiva para derrocar al Gobierno rebelde
de Fidel Castro, cuyas medidas populares conquistaban simpatías en el mundo,
sobre todo en los sectores más desposeídos.
Fue así que, meses después
del terremoto, a Lota llegó la noticia de que mercenarios al servicio del imperialismo
norteamericano habían entrado por las arenas de Playa Girón y pretendían
derrocar el Gobierno Revolucionario. ¡Fuego, muerte al invasor!, gritaban las
tropas milicianas, cuya imagen de juventud enardecida fue multiplicando su
alcance.
Los habitantes de Lota
recordaron entonces el gesto de la nación antillana un año atrás y no dudaron
en reciprocarlo. En su espíritu latía también la idea de Martí de que amor con
amor se paga.
«Cerca de 500 mineros —narra
Vasili— llenaron una planilla y se inscribieron para ir a combatir a Cuba y
rechazar la agresión. También, como gesto de solidaridad, los trabajadores del
carbón paralizaron sus labores con el objetivo de expresar su rechazo al ataque
imperialista y alertar al resto del planeta.
«Realmente no hizo falta que
los mineros salieran a combatir a aquellos mercenarios; en apenas 72 horas los
invasores fueron derrotados y la Revolución siguió su paso, ahora con mayor
prestigio y dignidad, pues había propinado la primera gran derrota del
imperialismo yanqui en América», expresa Vasili, quien no deja de pensar un
instante en su padre…
Durante los meses posteriores
al terremoto, la vida en la comunidad adquirió poco a poco su habitual curso,
mientras algunos moradores preguntaban: «¿Y la escuela prometida? ¿Con tantas
tareas y embates habrá olvidado Cuba su compromiso?».
¡Ay de los pueblos sin escuela!
Corría 1963 y el prestigioso
poeta Nicolás Guillén llegaba a Chile para participar en la Asamblea Nacional
de Amigos de Cuba, en la que departió con distintos intelectuales, entre ellos
Pablo Neruda. Su visita coincidía con el décimo aniversario de los hechos del
26 de Julio, fecha que sería conmemorada por el pueblo chileno.
El entonces encargado de
negocios de la Embajada cubana en Santiago, Pedro Martínez Pírez, acompañó a
Guillén durante la visita. «Juntos fuimos a la Universidad de Chile —relata—,
donde participamos en el acto por los sucesos del Moncada. Pero días antes nos
llegamos hasta Lota y honramos el compromiso de nuestro país con los mineros,
al inaugurar una escuela que llevó el nombre de República de Cuba». El
diplomático y periodista hace una valiosa acotación: «Al igual que en los
centros docentes de la Isla, pusimos a la entrada del colegio un busto del
Apóstol, fundido en bronce».
Tiempo faltaba aún para que
Salvador Allende arribara al poder con el Gobierno de la Unidad Popular y su
apoyo incondicional a las causas revolucionarias. Sin embargo, en esta comuna
seguía encendiéndose la llama de la lucha por la verdadera justicia. Y al lado
de Guillén y Martínez Pírez permaneció todo el tiempo Isidoro Carrillo, el
líder de la huelga de los más de tres meses, el padre de Vasili, entonces
recién electo alcalde de la Municipalidad.
A partir de ese día, alumnos
y profesores, además de cultivarse en las materias propias del currículo,
conocieron más sobre la historia del país que daba nombre a su casa de
estudios, indagaron en las tradiciones de lucha de los cubanos y comprendieron
la dimensión ética y pedagógica del Héroe Nacional José Martí, quien escribió
una vez: «Una escuela es una fragua de espíritus. ¡Ay de los pueblos sin
escuela!».
Pero supieron realmente el
valor de las ideas del Maestro cuando, al acercarse al busto instalado en el
antejardín, descifraron el significado de la frase expuesta en su pedestal:
«Ser culto para ser libre».
La bandera de la libertad
La llegada de Allende al
poder en 1970 significó para los chilenos un verdadero despertar. Sus primeras
medidas estaban encaminadas a lograr la honestidad administrativa, suprimir los
sueldos fabulosos, alcanzar jubilaciones justas, el descanso oportuno, una
correcta política fiscal, la protección a la familia, la garantía de una
asistencia médica sin burocracia, una real reforma agraria, trabajo para todos,
no más amarras del Fondo Monetario Internacional, becas para estudiantes,
medicina gratuita en los hospitales, casa, luz y agua potable…
Por muchas de estas
reivindicaciones habían luchado Isidoro y sus compañeros de filas. Sin embargo,
lo más que pudieron obtener, y constituyó un gran mérito en ese momento, fue
que se aprobara en el Senado la Ley de lámpara a lámpara, que lograba el anhelo
de las ocho horas reales de trabajo para los obreros del carbón, las cuales
comenzarían a correr desde que el minero tomaba la linterna para comenzar sus
faenas.
Anteriormente, las ocho horas
empezaban a contarse cuando se llegaba al sitio de labor, sin incluir las de
ida y regreso dentro de la mina. Consecuencias: largas jornadas y bajos
salarios.
Con la gestión de Allende,
Isidoro Carrillo veía muchos de sus sueños realizados. Conocido como Las
40 medidas del Gobierno Popular, el programa de transformación del Presidente
alcanzó un impacto positivo de inmediato, pero también se ganó la crítica de
los sectores conservadores burgueses, aliados a los intereses del capitalismo
transnacional.
En noviembre de 1971,
invitado por Allende, Fidel Castro realizó un histórico recorrido por Chile,
que duró 23 días. Gran algarabía armó la prensa desde su descenso por la
escalerilla del avión. Tribuna, un diario de la ultraderecha, vociferaba en sus
páginas: «Llega el tirano Fidel. Chilenos de verdad repudian la visita».
Histórica
visita de Fidel a la comuna minera, en noviembre de 1971. Foto:
portal.chillanonlinenoticias.cl
Sin embargo, una ola de
afecto y gratitud bañaba al Comandante a su paso. Anduvo por varios sitios del
país, entró a universidades, fábricas y estadios, conversó con amigos, jugó
pelota, oyó los cantos de la tierra chilena; pero había un sitio en el sur al
que, sin falta, quería llegar. Ese lugar era Lota.
El 18 de noviembre aún está
fresco en el recuerdo de Enrique Omar Torres Zapata. Como joven profesor y
militante de la Unidad Popular estuvo entre los que se despertaron bien
temprano para recibir a Fidel.
«Al conocer su visita, los
dirigentes sindicales y los Comités de Producción promovimos una colecta para
comprar telas. Con ellas confeccionamos una bandera cubana gigante, que fue
hecha en trabajos voluntarios, fundamentalmente por mujeres. La bandera quedó
hermosa y lista para instalarla en un sitio visible de la concentración. Le
colocamos un mástil largo y la sujetamos nosotros mismos desde una alta torre.
La mayor emoción fue cuando Fidel, antes de iniciar su intervención, expresó:
“Un saludo especial a los compañeros que sujetan la bandera de la libertad”.
«Trabajadores y trabajadoras
de Paños Oveja, de Bellavista, de Fiap, de Camanchaca, del profesorado, de la
salud; estudiantes, campesinos, dueñas de casa, todos los asistentes a este
evento lo escuchaban con emoción y aplaudían sus expresiones de solidaridad, de
inyección de fuerzas y la claridad de alerta frente a un enemigo tan poderoso»,
recuerda Omar.
Vasili también pudo disfrutar
con su padre de la entereza y fluida oratoria de Fidel, a pesar de tener su voz
ronca por las horas de viaje y tal vez por el polvo de las minas a las que
descendió, minutos antes de pronunciar su discurso. Y guarda la grabación de
las palabras del Comandante en Lota, especialmente cuando dijo:
«A nosotros nos conmueve profundamente
recordar que (…) aquel 17 de abril, cuando los mercenarios armados y dirigidos
y apoyados por los imperialistas invadieron nuestra patria, los obreros de
estas dos minas, a 8 000 kilómetros de distancia, que solo conocían de Cuba el
nombre, que solo conocían de la Revolución Cubana las noticias que de allá
llegaban —tal vez fragmentarias, tal vez tergiversadas—, decretaron 48 horas de
huelga en apoyo de la Revolución Cubana en aquel momento crítico de su vida,
cuando era criminalmente agredida.
«¿Qué significa eso? Eso
significa internacionalismo. ¡Eso significa internacionalismo proletario! No
fueron los aristócratas, no fueron los millonarios en ninguna parte del mundo
los que podían expresar ni habrían expresado jamás la solidaridad con el pueblo
cubano, sino precisamente los obreros que trabajan en las más duras condiciones
en el fondo de la tierra. Fueron ellos los que expresaron de esa forma su
solidaridad».
Como en Lota, en todos los
lugares el líder cubano generó simpatías y respeto. Fue tan intensa y exitosa
su visita que apabulló a los medios de la reacción. Ya no tenían cómo graficar
el supuesto «rechazo a la presencia de Fidel» en Chile.
Así se observa
el busto del Maestro en la Plaza de Armas de Lota. Foto del autor
Sé desaparecer...
«¡Están bombardeando La
Moneda! El Presidente ha dado un mensaje al país… expresó que está dispuesto a
morir… Son unos asesinos… Esto huele a traición… Pronto se sabrá quién fue.
¡Nosotros resistiremos cualquier golpe!», dijo para sus adentros Isidoro
Carrillo el fatídico 11 de septiembre de 1973.
El hombre que insufló fuerzas
para enfrentar el futuro cuando todo fue ruina y escombros, debía volver a
sacarlas para defender la patria, proteger a los suyos y soportar lo que
vendría. ¡Pinochet: he ahí el traidor! —repetía una y otra vez, convencido de
que lo más terrible estaba por llegar y una de las dianas sería él, quien
fungía como gerente general de las minas de Lota, nombrado personalmente por
Allende.
«Yo tenía 16 años cuando
asesinaron a mi padre, junto a su compañero Danilo González, alcalde de Lota;
Vladimir Areneda, dirigente del Partido Comunista, y Bernabé Cabrera, dirigente
sindical», relata Vasili.
«La muerte de mi padre tenía
doble significado: por un lado el dolor de hijo, y por otro el orgullo.
Indudablemente, no es lo mismo que se muera en un accidente a que lo maten por sus
ideales, por sus convicciones, por sus principios. Sentí orgullo, además, por
su actitud y el comportamiento durante el mes en que estuvo detenido, durante
la tortura…
«Desde el punto de vista
humano nos afectó mucho. Cuando mataron a mi padre, mi madre quedó viuda con 37
años y 12 hijos. El mayor tenía 18 y estaba encarcelado en ese momento; el
menor tenía un año… Eso indudablemente es un golpe potente que reafirma
convicciones y compromisos que van más allá de lo familiar».
La dictadura de Pinochet convirtió
al país en un campo de exterminio, al estilo nazi. El olor a cadáveres
calcinados recargaba el aire. Muchos, como Vasili, también fueron apresados,
torturados y condenados al exilio. Mencionar el nombre de Allende era un delito
que podía conducir al patíbulo. El pánico y la amnesia forzada se apoderaron de
las mentes. Y los símbolos que olieran a cualquier atisbo de socialismo y
revolución, ferozmente los eliminaron.
Con brutal extremismo, el
mismo día en que despedazaron a balazos el cuerpo de Víctor Jara, hicieron
explotar en un barrio de Santiago el primer monumento dedicado al Che en
América Latina.
En otro sitio desaparecieron
un monumento a Luis Emilio Recabarren. Y en sus hogares, familias que
guardaban banderas cubanas o retratos de Fidel y Allende, los quemaban por
temor a que los descubrieran.
En ese paisaje de violencia
militar y psicológica, ¿qué destino tomaría la escuela inaugurada por Guillén
en Lota? ¿Sobreviviría el busto de Martí que se instaló a su entrada?
«La escuela siguió y se mantuvo
con el mismo nombre de República de Cuba hasta 40 años después de inaugurada, a
pesar de la dictadura», afirma Vasili.
—¿Y qué ocurrió con el busto
del héroe cubano?
—De pronto desapareció. No lo
vimos más. Todos pensamos que, al igual que había pasado con las esculturas de
otros patriotas revolucionarios, los militares lo habían arrancado y convertido
en pedazos. Pero, realmente, nos equivocamos. No fueron los militares.
—Si no fueron ellos, ¿quiénes
se lo llevaron?
—Los propios trabajadores de
la escuela. Un maestro lo escondió durante los años de la dictadura para evitar
que le pasara algo. Sabía que Pinochet y los suyos no verían con buenos ojos la
figura del Apóstol y la mandarían a eliminar. Terminado ese período trágico de
la historia de Chile, un día reapareció, como por arte de magia.
—¿Cómo se llama quien lo
salvó? ¿Todavía vive?
—Nunca se supo su nombre;
asumimos que fue uno de los maestros, pero decidió permanecer en el
anonimato; tal vez por miedo, porque a pesar del regreso a la democracia
todavía quedaban pinochetistas y el propio dictador tenía la condición de
senador vitalicio. Tampoco puedo decirte si está vivo. Lo cierto es que gracias
a este hijo de la comuna, Pinochet no pudo desaparecer a Martí.
Año 2005. Se reúnen los
vecinos de Lota y amigos de muchas partes. Los convoca el Instituto de Amistad
chileno-cubano y el Centro Cultural Isidoro Carrillo Tornería. Algunos vienen
de Concepción, donde existe la Asociación de Amistad con Cuba José Martí. Otros
pasan y se quedan para observar la ceremonia.
Desde su asiento Vasili
sonríe y aplaude. Todo termina (¿o continúa?) cuando el entonces embajador
cubano Alfonso Fraga camina al centro del auditorio y levanta la sábana que
oculta el rostro del Apóstol. Su imagen se descubre ante el público que
permanece inamovible por unos segundos.
Es la imagen que se yergue
hoy en esta Plaza de Armas, como si el héroe que representa —con toda la
historia de nuestra sufrida América sobre los hombros— dirigiera a quienes lo
contemplan las mismas palabras que escribiese a Manuel Mercado, un día antes de
su muerte: «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento».